miércoles, 7 de noviembre de 2007

"EUNGELLA NATIONAL PARK" y "WHITSUNDAY ISLANDS" (II)

[...] Aunque casi no tenía cabeza, rodeamos la serpiente con precaución –nunca se sabe con estos bichos– y seguimos sin más sobresaltos, aunque no tan risueños, hasta el final del camino; allí nos esperaba nuestro flamante mono-volumen alquilado a punto para llevarnos al siguiente destino: Airlie Beach, el puerto del que salen los barcos hacia las Whitsunday Islands. Sí, ese destino con el todos soñáis, pero que nunca podréis ni acariciar porque sois escoria obrera. Dicho sin acritud, faltaba más.
De camino paramos a tomar algo en Proserpine, un pueblo a unos treinta kilómetros de Airlie Beach. Después de veinte minutos dando vueltas, saqué mi cuaderno de notas y escribí lo siguiente: “Alto en Proserpine. Nunca he ido a E.E.U.U. pero tengo la impresión de estar allí. Country y rollo vacas, dibujos de cuernos y vaqueros australianos por todas partes. Ninguna pátina. Chapa, eucalipto y coches. Todo muy arreglado, pero nada más. Qué infelicidad. Ser europeo aquí es morir”.
Me explico. La naturaleza, la fauna y los paisajes de este estado son únicos y maravillosos, eso no tiene discusión. Pero las poblaciones, creo, son todas iguales: Mackay en pequeñito, con una calle principal y un polígono industrial a derecha e izquierda intercalado con casas, jardines, mercados y campos de deportes... Si uno preguntara por el casco histórico lo mandarían a un edificio de los años cincuenta con treinta capas de pintura... No os confundáis: sé dónde estoy, a lo que venía y sin duda era esto lo que quería experimentar. Mi reflexión no quiere ir por ahí... Simplemente intento describir la sensación de angustia que me da pensar en si algún día, por razones insondables, tuviera que venir a vivir a un sitio parecido... para mí eso sería morir, como dejé espontáneamente anotado. Quizá por algo similar los colonos ingleses, una vez fundadas las principales ciudades, intentaron hacerse una Europa en miniatura en pleno Cono Sur, con sus catedrales, claustros y edificios a la manera de la Inglaterra antigua. Supongo que las siguientes generaciones, que ya nacieron en Australia y no han conocido nada de eso, pueden ser perfectamente felices aquí con su casa de dos pisos y su jardín con barbacoa, sin más que ver que el ir y venir de las camionetas. Queramos o no queramos es su mundo... y los bosques lluviosos son su Alhambra, la Gran Barrera su Coliseo y el Uluru su Altamira... Pero el que se ha criado oliendo la humedad de la piedra, oyendo el crujir centenario de las vigas de las casas antiguas o jugando a la sombra de una edificio gótico... tarde o temprano necesita estar inmerso en algo similar para encontrarse consigo mismo y entenderse cada día. Y si no puede tenerlo porque está a veinte mil kilómetros... la opción que le queda es recrearlo. No sé. Debo pensarlo más, ya os contaré...
En mi caso concreto, tengo muy claro que esta es una de las razones principales por las que no podría vivir fuera de España... o Europa, como mucho. Cuando has pasado la mitad de tus días viendo el mar desde una de las Columnas de Hércules... y la otra mitad entre el Madrid de los Austrias y el Jaén de Al-Ándalus y Vandelvira, incluyendo un otoño en Venecia silbando Vivaldi de camino a San Marco... ya no puedes vivir sin “eso”. Un “eso” difícil de verbalizar en unas líneas, pero que seguro entendéis bastante bien. Ya no puedo mirar el mundo de otra manera. Lo siento Australia: eres fantástica, pero, por si en alguna ocasión te he dado esperanzas, sólo me verás de visita...
Sigamos.
Airlie Beach, población ubicada entre montañas con unos bosques de eucaliptos impresionantes que llegan hasta el mismo mar, consiste, más o menos, en una calle principal larga (¿os suena?) con las dos aceras plagadas de tiendas donde comprar atuendos de surf, buceo y veraneo tropical rumba-samba-mambo. También tiene muchos sitios de cerveceo y comida realmente magníficos, con música en directo y camareras tetonas... Esta visión mi retrotrajo de nuevo a mi reflexión anterior y rápidamente concluí: “quizá pueda pasar unos meses más sin cascos históricos de esos”.

Nuestro hotel consistía en un bungalow para seis en un camping de las afueras, no tan cuco como el de Eungella, pero bastante curioso. A simple vista nadie podía sospechar que, unas horas más tarde, aquella estancia se convertiría en una trampa psicológica mortal para mí [¡chan-chan!, semitono a toda orquesta seguido de nota grave mantenida por los contrabajos].
Aunque era ya tarde, nos pareció buena idea cambiarnos y ponernos el bañador para echar un rato en la piscina... y bueno... ahora viene lo que todos estabais esperando: la historia picante del viaje [papá, mamá, dejad de leer]... [voz susurrante] Me quité la camiseta, lentamente, tenía mucho calor... Me moría de ganas de juguetear con las niñas en la piscinita... Empecé a untarme suavemente el líquido antimosquitos... arriba y abajo, sí... así es como me gusta, así... hhmmm... De pronto noté entre mis manos una pequeña protuberancia... que parecía tener vida propia y se hacía cada vez más grande... sí... Seguí indagando en ello, un poco más... un poco más... ya casi lo tengo... sí!, sí!!... [voz normal, la que tengo siempre, vamos, la de imbécil] “Eh... ¿qué puñetas es esto?”...¿qué tengo en la espalda?”... ¡Mamá... una garrapata!... ¡me había picado una garrapata en la excursión de la mañana!... Tuvimos unos segundos de alarma general, pero el bicho realmente salió en seguida y sin quejarse. Hicimos un control de daños y estábamos todos limpios y sanos, así que... aquí acaba la única historia “picante” (¿lo cogéis?, je-je, ¡si es que soy buenísimo!) que he tenido en Australia por ahora. [Mamá, papá, ya podéis seguir leyendo].
[En el hipotético caso de que mis padres se hayan saltado la recomendación, la dirección de culo-en-burra.blogspot.com quiere hacer la siguiente declaración oficial: “Mamá, no te asustes, sólo fue una anécdota. Ya sé que estoy muy lejos y me la podría haber callado hasta llegar a casa. Pero entiende que soy un hombre y necesito contar que me picó una garrapata en un bosque lluvioso de Australia. Es cosa de machos. Papá lo entenderá”.]
Después de bañarnos en la sanísima disolución de cloro, mosquitos y agua (en ese orden) de la piscina, nos fuimos a tomar algo por Airlie Beach. Durante la cena las niñas estuvieron contando historias picantes (de las de verdad). Después pasamos un buen rato bebiendo cervezas en un local muy chulo de la calle larga, donde tocaba un grupo en directo integrado por tres chavalitos de rollo playa-qué-pasa-mi-niño... de estos que parecen no haber superado la separación de Nirvana...
Sobre las doce cogimos el coche para volver al camping. Todo era silencio absoluto. Las casas y tiendas estaban alumbradas solamente por la luz tenue de los faroles. Nuestro bungalow estaba oscuro. G. y yo nos adelantamos, iluminados por la luz del coche, para abrir la puerta, una mampara corrediza con una gran tela metálica. Nos disponíamos a deslizar la hoja cuando, de pronto, me fijé en algo que había justo en frente de mí, tapado por la sombra de mi cuerpo, que hacía contraluz con los faros del coche. Cuando logré vislumbrar la imagen completa del ser que tenía a menos de un metro de mí, no pude más que exclamar: “¡H-O-S-T-I-P-E-D-R-Í-N!”... Sí, amigos, allí estaba. Era inevitable. Tarde o temprano tenía que aparecer.
Era... la MEGAPICA.
Y no parecía tener la intención de irse de ahí. A ver quién era el valiente que entraba ahora. Como parecía no importarle nuestra presencia, abrimos un pequeño hueco en la puerta y pasamos todos. Mi. y yo logramos hacer que se fuera hacia el tejado. Pero una vez dentro, cuando empezábamos a calmarnos, corrimos la cortina... y ahí estaba de nuevo, entre la malla y el cristal. La señora araña (a estas hay que hablarles de vuecencia y mirando al suelo) utilizaba la tela metálica antimosquitos como red. De hecho, cuando se coló el primer desdichado bicho, la vimos en acción... National Geographic pa’ tu piel. Como estaba tras el cristal, pudimos hacernos fotos con el “Mihura” y logré este documento en exclusiva para vosotros.
Debo reconocer que a mí me dio un poco (por ser comedido) de paranoia. “¿Eso pica?, o mejor, ¿eso mata?, ¿puede entrar?, ¿por qué no se va?, ¿esperará a que salgamos?, ¿hablará algún idioma?”... No dormí muy bien sabiendo que “eso” (y este sí que lo puede describir bien) estaba ahí, para qué os voy a engañar... Además, había visto un par de ellas más en la puerta del bungalow de al lado así que me sentía realmente rodeado... Supongo que la noche es traicionera para estas cosas, porque con la luz del día siguiente me veía con lucidez de sobra para manejar la misma situación que unas horas antes había sido incapaz de controlar... En fin, después he estado buscando y parece que era una “huntman spider”, que no es mortal pero si te pica te arregla... Si entre los lectores hay algún entendido en arañas, por ejemplo mi hermano Cu., que comparta sus impresiones con nosotros...
Por la mañana, hicimos algunas compras. Yo, teniendo en cuenta el principio “sol terrible + calva terrible = quemadura terrible” me compré una gorra; también me llevé una toalla con la bandera de Australia, para ayudar a levantar mi nueva patria temporal y, sobre todo, porque era la menos hortera de las que encontré...
A la hora y el sitio convenidos nos recogieron, en un catamarán precioso, unos chicos jóvenes muy simpáticos con un polo verde y blanco: los colores de la agencia que gestiona las conexiones entre tierra y los centros de alojamiento y buceo en las Whitsundays y la Great Barrier Reef.
Nuestro nidito de amor para sextetos-bi (la España de ahora es así, respetadnos) estaba en una de las islas más cercanas a tierra: la “South Molle Island”.

En un malecón de madera, metido unos cien metros en la playa, nos recibió una chica muy agradable que nos llevó directamente hasta una mesa ubicada al lado de la piscina y de la discoteca: un gran salón con una ambientación mitad taberna pirata del XVIII mitad sala de fiestas rollo “mami que será lo que tiene el negro”. Allí nos sirvió un cóctel de bienvenida hecho de naranja, piña, coco, granadina y limonada: la combinación más pasional, más refrescante... y más barata, claro, porque era la que te regalaban, las demás ya había que pagarlas... Pero a mí me encantó, oye... me pasé los tres días bebiendo lo mismo. Si es que uno es muy sencillo...
Reconozco que la entrada en el hotel se me hizo un poco rara ya que era la primera vez que iba a un sitio tan organizado... y nunca me han atraído los hoteles tropicales con pulserita y “turisteo convencional”. Aunque este lugar al final me pareció diferente, no sé si porque había poca gente o porque era un recinto bastante abarcable... y el mismo que te servía los cócteles de noche era el que te llevaba las maletas por la mañana... La cuestión es que, en pocas horas, terminé estando muy a gusto en el papel de turista tropical. Incluso me metí varias veces en la piscina de agua caliente y burbujas, decorada con rocas de cartón piedra, sin sentirme estúpido. Supongo que el material con el que están hechos los prejuicios sobre la forma en que los demás pasan sus vacaciones se disuelve fácilmente en estas máquinas tan cursis como recomendables.
La isla es, usando un término tan estándar como mi propia estancia allí, realmente un paraíso. Está dividida por un pequeño istmo, con dos playitas a los lados, que sólo se puede cruzar con la marea baja. El hotel, única construcción de la isla, está en la parte sur, la más grande, y está muy bien integrado con el medio.
Después de comer nos fuimos a buscar la playa, que resultó ser un poco incómoda ya que no era de arena blanca tropical... ¡sino de puro coral a medio pulir!. Realmente un verdadero espectáculo natural: millones de puntas de coral de todos los tipos y tamaños arrancadas de los arrecifes... Como veis en la foto, antes que nosotros estuvo alguien allí que se terminó aburriendo de tanto coral dispuesto en forma aleatoria y pensó que podía ayudar a la Creación en su camino irrevocable hacia el Cosmos total... Ánimo amigo, realmente tengo curiosidad por ver tu armario...
Como a la media de hora de estar bajo el sol me empezaron a dar ganas de continuar la tarea de mi primo el del coral –los que me conocéis sabéis que el astro no es mi gran pasión–, decidí dejar a las niñas bronceándose e irme a explorar la isla.
Debo admitir que todavía estaba afectado por el arácnido susto de la noche anterior y que fue bastante difícil para mí adentrarme solo en el bosque lluvioso. Pero algo en mi interior me decía que tenía que hacerlo y enfrentarme a ese miedo irracional a las pica-pica que arrastro desde que llegué a Australia y que a veces me impide disfrutar ciertas cosas.

Después de tres horas solo entre lianas, palmeras, telarañas, sonidos y movimientos extraños alrededor, pájaros inmensos que se cruzaban en el camino y demás cosas de esas que os parecen tan divertidas en casa, pero que aquí me gustaría veros, os digo: no hay necesidad ninguna de hacerlo. Dejad a un lado la inquietud, quedaos en la piscina, tomaos un cóctel y, si os preocupa mucho, ya iréis al psicólogo a la vuelta, que los hay muy buenos y muy baratos. Esta fue la filosofía que me apliqué lo que quedaba del día y... mira, ahora estoy mucho mejor...
A las ocho y media de la mañana del día siguiente nos vinieron a recoger más chicos guapos, con su polo blanco y verde, y nos llevaron a otra isla no lejos de South Molle. Después de esperar unos diez minutos hizo aparición el super-catamarán de tres pisos que lleva a los turistas de los diferentes hoteles de la zona a la parte de la Great Barrier Reef más cercana a las Whitsundays. Esta nave es como un gran campamento de verano lleno de monitores de buceo muertos de risa, que hacen chistes constantemente y que te organizan en un momento inmersiones de 45 minutos a 90$, precio que me parece de risa teniendo en cuenta cómo nos trataron de bien y la profesionalidad de los chavales. Realmente esta gente es capaz de transmitirte, con total sinceridad, que lo que vas a contemplar minutos después es una gran maravilla de la naturaleza y te hacen sentir alguien muy especial por tener la oportunidad de estar allí con ellos. Siendo una actividad turística realmente masiva, como puede ser la Costa del Sol, lo organizan todo de una manera tan natural que parece que el chiringuito está montado exclusivamente para ti. En ningún momento me sentí un “guiri” extraño del que se quieren aprovechar o al que tratan como a un tonto que no sabe de nada, todo lo contrario: te preguntan, se interesan, disfrutan contigo, se autoevalúan... En España tenemos muchos que aprender todavía en estas cuestiones o tarde o temprano, como ya está pasando, se acabará el filón turístico, porque la gente detecta enseguida lo mediocre... y nos estará bien empleado, por catetos.
Casi dos horas más tarde llegamos a una plataforma anclada a la Gran Barrera, a una pequeña parte quiero decir, ya que mide casi dos mil kilómetros... Aquella estructura flotante me pareció un gran templo, casi mitológico, de adoración al buceo: cubetas con docenas de caretas, tubos, aletas y trajes... perfectamente organizado por unas cuarenta personas de tripulación, todo a tu entera disposición. Había gente encargada de echar jabón a las máscaras, otros doblaban los trajes, unos cuantos vigilaban el sitio donde se buceaba, otros dirigían las inmersiones... era como una gran máquina perfectamente engrasada que no paró ni un segundo durante las cinco o seis horas que estuvimos en ella.
Yo que, modestamente, tengo ya mis inmersiones, no podía dejar de estar nervioso. La Gran Barrera es uno de los grandes paraísos subacuáticos del mundo y era un momento muy importante para mí. Cuando el jefe de mi grupo se enteró de que yo ya tenía experiencia me dijo que me pusiera a su lado, que tenía que enseñarme cosas que me iban a gustar y... la verdad es que me dejó fascinado. Nada más meter la cabeza ahí debajo sabes que es algo diferente a todo lo que has visto antes. Corales de todo tipo, peces payaso negros y naranjas, turbinarias, anémonas, no sé...es muy difícil describirlo todo... creo que, también en esta ocasión, para mí me lo tengo que quedar. Sólo decir que constantemente tenía en la cabeza a mi padre, a mi tío T., a tito M., a mi primo O., a Cu., a Ro., a P. T. y a tantos compañeros de buceo que alguna vez han soñado con ir a la Barrera... Supongo que os merecíais más que yo haber bajado a este paraíso inmenso, pero me ha tocado a mí... Espero haber sabido disfrutarlo al máximo por vosotros. Y sabed que, de un modo u otro, habéis estado allí conmigo...
El resto del viaje fue... pues como normalmente suelen ser las vueltas a casa: en dirección contraria, más rápido, pocas anécdotas, mucho sueño y pensando en todo lo vivido, que ya empieza a ser mucho...
Poco más que contar... que como siga así, cuando llegue a España, mi estancia en Australia va a estar tan manida que sólo nos va a quedar hablar de política, y ya sabéis que, a diferencia de los países sanos y modernos, esas cosas son de muy mal gusto en el nuestro...
Desde el único lugar del mundo donde “Spiderman” tendría más complejos que Pepiño Blanco saliendo con la hija de Wiston Churchill, os ama y besa, J.

jueves, 25 de octubre de 2007

“EUNGELLA NATIONAL PARK” Y “WHITSUNDAY ISLANDS” (I)

Todo es relativo.
Y no lo escribo por introducir algo de ciencia en este blog, cada día más insustancial. Lo digo porque este fue el pensamiento que tuve durante todo el viaje que brevemente relataré a continuación. Señoras, señores: les cuento.
Si el periplo de casi tres mil kilómetros que se nos venía encima lo hubiéramos hecho saliendo, por ejemplo, desde Madrid, habríamos preparado con un mes de antelación billetes, estancias, visitas y transportes... Pero claro, después de haberte hecho un viaje de 60 horas entre avión, tren y barco tres semanas antes, y viviendo en un país que duplica en extensión a Europa... organizar uno a tres mil kilómetros ya es como preparar un domingo de cordero en Sepúlveda: “mañana quedamos de doce a una, cerca de no sé dónde, que me sé yo un sitio al lado de la iglesia que está muy bien... y si no de vuelta nos metemos unas habichuelas en el puerto de Los Leones y nos tiramos con bolsas por allí”... Entended que ésta no es la actitud correcta cuando tienes por delante más de cuatro horas de vuelo, un trasbordo de tres y la intención de conocer el Rainforest y la Gran Barrera de Coral.
De entrada os diré que casi perdemos el avión porque ninguno de los seis que íbamos, cinco chicas españolas estupendas y un servidor, nos dio por mirar la hora de salida... un rollo “da igual, si perdemos el bus a Segovia, nos cogemos el siguiente”. Menos mal que I. tuvo la feliz idea de hacerlo, si no ahora estaría hablando de un viaje muy distinto al parque de enfrente, dando de comer galletas a los possoms; que por cierto ya los miro como si fueran los gatos de mi barrio, con más distancia, eso sí, porque al parecer te mean si los molestas.
La cuestión es que cogimos el avión y desde Melbourne fueron... casi tres horitas hasta Brisbane, casi tres horitas en Brisbane y una y media hasta Mackay, en el estado de Queensland, en pleno Trópico de Capricornio. Del camino de ida sólo reseñar que se me hizo muy ameno escuchando a las cinco niñas y que me encontré a R2D2 trabajando en una cafetería del aeropuerto de Brisbane. Me dijo que después de rodar el tercer capítulo no le había ido muy bien, que le decían los directores que como actor estaba un poco encasillado... pero que era feliz aquí y... estaba siguiendo el blog (!!). Me regaló una foto firmada, ¡grande R2, gracias!.
Llegamos a Mackay de noche, con una diferencia de calor de, al menos, 15 grados con Melbourne ya que aquí es al contrario que en el hemisferio norte: cuanto más arriba más calor... La primera sensación me recordó, por la humedad y el olor, a una noche ceutí en julio, con levante... de esas sudorosas que tanto nos gustan...
Nos montamos en un taxi, que conducía una señora a la que no entendí una sola palabra, por supuesto, y llegamos al único albergue que habíamos reservado: un “Backpacker” que resultó ser, digamos, muy “pintoresco”, por no decir que era un puñetero asco. Profundizando en la ambigüedad del término os contaré que el albergue tenía unos cuantos inquilinos también muy “pintorescos”, que olían “pintorescamente” y que entraban y salían, mirándonos -con curiosidad a mí y de forma “pintoresca” a las niñas- de las “pintorescas” estancias. Dejamos las maletas en los cuartos y salimos huyendo de allí a cenar algo... aunque diez minutos después casi hubiéramos preferido quedarnos en el albergue....

Mackay por la noche me pareció una mezcla entre un paseo marítimo en invierno y un polígono industrial de las afueras de Madrid. Nos dijeron en nuestro “hotel de cuatro ratas” que podríamos tomar algo en una calle paralela... y hacia allí nos fuimos. Efectivamente había dos sitios para cenar abiertos: uno con pinta de pub más o menos bien y otro que ni miramos. Nunca os dejéis llevar por las apariencias.
La entrada al pub fue apoteósica: pasaron Mi. y Ma. e inmediatamente después se hizo un segundo de silencio, seguido de varios “¡pero bueno, tías, bienvenidas a Mackay!, ¿necesitáis un meneo?”, o algo parecido, expelidos por algunos jóvenes borrachos que estaban en la puerta. Esos chicos tan “simpáticos” dejaron de parecerlo cuando asomé yo justo detrás de ellas, y me dijeron explícitamente con la mirada “para dos tías que entran a este maldito sitio no va a fastidiárnoslo el cara-de-wombat este”. Y tengo la sensación de que hubieran hecho algo para impedirlo de habernos quedado más tiempo en ese bar de pueblo donde, además de los jóvenes salvajes, había un grupo de tres o cuatro aborígenes, los primeros que he visto, al borde del desmayo etílico y que no paraban de mirarnos con intención de acercarse. Gracias a Dios que la camarera nos dijo que a esa hora no servían comidas y huimos (algo que empieza a ser frecuente) de esa taberna que, por el ambiente, bien podría haber pasado desapercibida en Mordor...
Al final cenamos en el sitio de al lado, ese que ni miramos... y que resultó ser un lugar más o menos limpio regentado por unas señoras muy amables, que entretenían a los jóvenes borrachos (que nos persiguieron de un lugar al otro para seguir felizmente acosando a la niñas) mientras comíamos...
¿Qué os parece la llegada a Queensland?... yo, personalmente, me hubiera vuelto a Melbourne de inmediato, menuda dosis de realidad australiana...
Pero la Providencia se apiadó de nosotros y nos insufló un último aliento de valor para entrar en un pub irlandés que había justo al lado del albergue... Y resultó ser un sitio fenomenal... donde habría unas quince personas turnándose para cantar en un karaoke organizado por los que parecían los dueños del local: una señora, presentando feliz a los cantantes con un chaleco verde a lo crupier, y un señor (de casi 70 años y el mismo uniforme) pinchando en la cabina (!). Vimos a un viejo borracho cantando U2, a un señor calvo, de más de cincuenta, rapeando como un loco... jóvenes, viejos, solos, dúos, tríos... fue, sencillamente, genial. Pasamos del “Padre, ¿por qué nos trajiste a Mackay?” al “¡dame papito!, Mackay?, ou, yes!”. De hecho la cosa se animó tanto que salté al escenario y me canté una: “Black is black” de los Bravos, la única que me sabía de las mil canciones de la lista... Ya podré decir a mis hijos: “vuestro padre cantó en un karaoke de borrachos en un tugurio de Queensland”. Y se irán a vivir con su madre. Y yo con la mía.
A partir de aquí todo empezó a fluir. Por la mañana una señora estupenda de un centro de información de Mackay nos organizó el resto del viaje, que consistía en pasar dos días en el “Eungella National Park” y tres en una isla tropical cerca de la Gran Barrera. “¡Vale!”, le dijimos...
Camino del “Eungella” paramos en un pequeño parque de animales australianos, llamado "Illamong Santuary". Os diré que, a pesar de que vimos canguros, koalas, emús (como los avestruces pero con más mala leche) y cocodrilos... el bicho más auténtico de todos era el dueño y guía del recinto. Tenía heridas y cicatrices por todas partes, de hecho yo juraría que tenía la forma de un mordisco inmenso que le pillaba media cara... Sí, amigos: los “Cocodrilo Dundee” existen y son lo mismo que en la película pero un poco más sucios...
Primeros estuvimos alimentando a los canguros, que es algo parecido a darle de comer a un perro que se toma la molestia de ponerse en pie para facilitar el proceso.


También vimos reptiles, pájaros y andamos por un pequeño bosque donde, según el guía, había “taipan”, la serpiente más venenosa del mundo. Imaginaréis que yo estaba encantado con el paseo.
Pero lo mejor fue cuando llegamos a la zona de los koalas, mis amados amiguitos, donde tuvimos la oportunidad, sí, pequeños míos, de tocar un par de ellos (!!). Emocionado, y mira que yo soy soso para estas cosas, llegué a la conclusión de que quizá son los únicos bichos del mundo más “achuchables” en la realidad que en peluche. Una experiencia única... supongo que no muy legal con lo protegidos que están, pero única sin duda...
Seguimos hacia “Eungella”, que al parecer es un término aborigen que significa “tierra de las nubes”, pasando por medio de algún que otro parque nacional. Al que nosotros íbamos estaba en lo alto de una montaña muy nublada, de ahí su nombre... realmente no se complicaron mucho la vida para ponérselo. Nuestro hotel, llamado “Broke River”, estaba al lado de un río que se adentraba en la selva y consistía en unas diez o doce cabañas monísimas con una muy grande en el medio con la recepción y un salón-restaurante de lujo, al estilo rústico, con un cocinero alemán muy bueno... Encargamos una carnívora cena y para hacer hambre nos fuimos a buscar plátipus (ya sabéis lo que son) al río. Sólo vimos uno... lo cual es más de lo que ha visto cualquier ciudadano europeo normal en su vida, así que nos volvimos contentos, cantando aquella canción tan famosa de Ramoncín: “¡Mamá, qué patatús!, / ¡he visto un platipús / sentao en el autobús!”...


Después de la cena, que fue estupenda, nos acoplamos a una excursión nocturna por el bosque lluvioso. Nuestro guía era otro señor clásico australiano, este parecía un leñador, que llevaba una linterna muy potente para deslumbrar a los animalitos y mostrarnos su intimidad más descarnada. Así, sin darles comisión ni nada...
Primero vimos un montón de plátipus nadando en el río. Había que estar muy atento porque tal como los iluminábamos se sumergían tímidos. Yo mientras no podía parar de cantar mentalmente aquella conocida seguidilla de José de Cañizares: “¿cómo alumbran los bichos / los australianos?, / ¡Lo hacen con la linterna, / los muy marranos!”. Qué graciosos, con su pico de pato, sus pezuñas, su cola de castor y su cuerpo de nutria... son algo parecido a lo que queda al levantar un camión de un zoo que ha volcado a 180 km/h.... pero yo los quiero, ay... cuchicuchi...
Después nos adentramos un poco en el bosque y vimos possom, pájaros, más plátipus y una inmensa araña, de estas a las que hay que cederles el paso a la salida de misa... “Por favor, que no me encuentre una araña de esas”, rogué secretamente, y la Providencia, con su bondad infinita, me lo concedió, porque realmente no me la encontré. No tan pequeña, me refiero... en fin, no quiero adelantar acontecimientos.
Al acabar la excursión nos sentamos un rato en la terracita de la cabaña viendo las estrellas, buscando la esquiva Cruz del Sur, sin éxito de nuevo. Como todos teníamos en nuestra mente la araña que acabábamos de ver, no duramos mucho al relente. Nos echamos repelente de mosquitos, un rato de charla en la salita... y a la cama. ¡A soñar con las arañitas!.
A la mañana siguiente: pedazo de desayuno y excursión. Hicimos una ruta de unos 5 ó 6 kilómetros por un sendero habilitado en medio del bosque lluvioso. Estos bosques son realmente grandes fósiles vivientes ya que son muy similares a los que poblaban el mundo hace millones de años y están formados por eucaliptos, árboles parásito, lianas y palmeras.


Por supuesto también están plagados de bichos de esos que me gustan a mí, como la pitón verde, la red-back, la taipan y otro mil simpáticos animalitos pica-pica. Lo que más me impactó del rainforest fue el sonido, la atmósfera tropical que allí se respiraba... Constantemente estaba pasando algo: se te cruzaba un pájaro, se caía un trozo de árbol, corría cerca algún tipo de ser difícil de identificar (pero cerca) y, entre la maleza, constantemente se escuchaban multitud de ruidos de animales que no había oído en mi vida... parecía que nos estaban observando todo el rato [música de flauta de caña y tambor con eco lejano...]. Lo que peor llevaba era atravesar las miles de micro-telas de araña que había en el camino, así que al final me puse delante con un palo abriendo hueco, por lo que supongo que de lejos más que un grupo de exploradores pareceríamos la “orquesta oficial de Eungella Park” desfilando con su director al frente, cantando: “zemooos los Eungeeeela / nos guztaaaaa ir por la zelvaaaaaa”. Este pequeño gesto de valentía y protección del grupo (así soy yo, chicas...) me hizo tener algún sobresalto, como la serpiente muerta que me encontré un metro por delante de mí, en el camino. Diréis: “estaba muerta”, sí, pero eso no lo supe hasta dos segundos después... y esos dos segundos... para mí me los quedo, madre, para mí me los quedo... [Continuará]

martes, 9 de octubre de 2007

De la rutina y Phillip Island

Vivir en una residencia como la Graduate House de Melbourne tiene sus ventajas y sus inconvenientes. La principal ventaja es que tienes muchas cuestiones resueltas nada más llegar: una habitación decente con libertad de entrar y salir, desayuno y cena a diario, espacios de ocio y un grupo de más de sesenta personas de todo el mundo con ganas de conocerse. Entre las desventajas, a parte de que es bastante cara, es verdad que a la gente aventurera de espíritu le impide disfrutar de la experiencia de buscar piso y compañeros en un lugar desconocido, aprender a enfrentarse a caseros estafadores que te gritan en otro idioma, padecer las primeras semanas de soledad propias de la gran ciudad... es decir, un montón de experiencias que, aunque en principio pueden ser incómodas, a la larga te hacen desarrollarte como persona y generan mil anécdotas divertidas que contar a tus amistades. Yo, en mi caso concreto, y después de valorar lo anterior, rápidamente concluyo: “aventureros de espíritu, que os den por saco”; “¿Graduate House?: Ou Yeeessss!”.
Sí, amigos. Venir aquí sin duda ha sido un gran acierto, porque después del mesecito que pasé en Venecia el año pasado buscando piso a lo loco (¡para después quedarme en una residencia!) murió en mí cualquier espíritu aventurero que pudiera tener en este aspecto.
Me encanta el día a día de la “Graduate” entre semana: desayuno a la 8, charla hasta las 9 y salida hacia la biblioteca del campus, que está a tres minutos andando, donde trabajo normalmente hasta las 17. Después de la cena, que suele terminar a las 20.00, nos juntamos el grupo de españoles con Ph., un australiano estupendo que ya es de la familia, C. (nuestro pequeño englishman todavía ininteligible para mí), y todo oriental, alemán o danés que se quiera acoplar, en la biblioteca de la residencia -un salón de estilo colonial con un piano- o en la sala de ping-pong. Entre todos inundamos las dos estancias con una curiosa amalgama de acentos ingleses tan divertida como incomprensible para los nativos del lugar, aunque debo confesar que yo por ahora sólo puedo hacer play-back. Pero no desconfiéis: ya me voy lanzando poco a poco al ruedo de la parla anglosajona y creo que, a pesar de mi edad, aún puedo lograrlo (frase que espero no tener que usar nunca en otros contextos). A veces también salimos a tomar algo por Lygon St., una calle paralela a la nuestra que hay a cinco minutos de la “G. H.”, donde se formó hace décadas el barrio de inmigrantes italianos y que ponen una pasta espectacular (os recomiendo gnocci bolognesa en “Il Gambero” y spaghetti marinara en “Brunetti”).
Toda esta rutina resulta realmente deliciosa y terapéutica para un señor -si me permitís el término- con un ritmo de vida tan oscilante como el mío. Y más gratificante si es rota a veces por cosas curiosas; como por ejemplo la recepción que hizo, el martes 11, el rector de la Universidad de Melbourne para los alumnos extranjeros, a la que asistí con mi ya amada compañera M. y mi venerado profesor J. G., con merienda y orquesta de cámara incluidos. Nada más entrar nos dieron un cartelito con nuestro nombre y rango, que todo el que te presentaban lo mirara sin pudor alguno, supongo que para ahorrarse la terrible labor de estar atento cuando le decías de tu propia voz tu nombre y rango. Como anécdotas contaré que tardé en encontrar mi identificación porque estaba colocada en la “I” de “Iavarez” (!!) y que conocimos, o más bien nos asaltó, una joven doctora japonesa que nos seguía a todas partes sonriente y armada con un refresco. Todavía, en ocasiones, la veo en la oscuridad.
El segundo fin de semana fue realmente divertido. La cosa comenzó el viernes 14, en la fiesta de despedida de I., un chico sevillano de la G. H. (que lamentablemente se va ya para España), y que celebramos en casa de unas amigas suyas peruanas estupendas. Hicimos sangría, tomamos chupitos de vodka y gelatina, bailamos “Hombres G” con base Reggaeton... vamos, lo normal en toda fiesta australiana. También había por allí un grupo de 8 ó 10 japoneses sentados en el suelo y sonriendo que ni se movieron (creo que en las sombras llegué a ver a la japonesa del martes anterior amenazándome con el refresco). Para contrarrestar la apatía del grupo nipón, entre ellos había una chica que se sabía todas las canciones de Shakira de memoria, y no paraba de bailar convulsivamente y chillar en español con un vozarrón tan molesto que lograría que el mismo Job la golpeara con una olla vieja. Bailaba y saltaba sin respirar hasta que de pronto... se derrumbó en el suelo completamente dormida sobre unos abrigos. “¡Oh, cayó!, dijeron unos. “¡Oh, calló!”, dijimos el resto. He estado en muchos enredos de este tipo pero cuando a mitad de la noche tuve conciencia de mí mismo y me vi en una fiesta en Melbourne bebiendo sangría en casa de unas peruanas, bailando como posesos “sufre mamón” con chilenos, australianos y una japonesa gritando en español y pisando a sus compatriotas que estaban sentados en silencio en medio de aquella especie de ONU fermentada... pensé: ¡Cuánto habría disfrutado esta imagen Miguel Mihura!. Y brindé por mis Yararás...
La mañana del día siguiente la pasé en el zoo con un grupo de la G. H. Reconozco que ir a ver animales es algo que a priori siempre me da un poco de pereza, pero cuando ya estoy allí al final lo paso genial... aunque se me olvida para la siguiente. En este caso he disfrutado especialmente con la parte de fauna australiana ya que vimos una simpática representación de cada uno de los bichos que pueblan este terruño de más de 7 millones de kilómetros cuadrados. Lo mejor: la manera en que está organizado el zoo, ya que no hay jaulas, sino unos sitios acotados (bueno, sí, son jaulas a fin de cuentas) donde puedes entrar con los animales por allí dando vueltas entre la gente. Al parecer este sistema no funciona con tigres y leones ya que todos quieren ser los campeones. En comerte.
Vimos canguros, wombats, algunas araña y, sí amigos, ¡el esperado koala!... aunque hablaré de ellos más adelante. También contemplé un plátipus nadando en su piscinita, visión que me trajo a la memoria aquel estribillo tan famoso de Gutierre de Cetina: ¿Porqué te dicen “mother”, madre?. / ¿Porqué llaman “five” al cinco? / ¿Porqué lo han nombrado “plátipus” / si se llama “ornitorrinco”?.
Esa noche salimos para despedir a C. que también se va ya (fijaros que acabo de llegar y ya he ido a tres fiestas de despedida, supongo que cuando yo me vaya me harán una de “Bienvenida”). Fuimos a la misma zona del viernes anterior; que resulta que se llama Jonhston St., y es el barrio español de Melbourne, no porque vayamos mucho nosotros sino porque es el lugar donde los inmigrantes españoles tienen sus locales, entre ellos la famosa “Casa Ibérica” de la que os hablé, que por lo visto vende jamones, chorizos y todo tipos de viandas típicas. Yo no aguanté mucho porque venía servido de la noche anterior y además porque por la mañana había que estar despejados para disfrutar la segunda visita a las afueras: Phillip Island.
El planteamiento fue casi el mismo que el fin de semana anterior pero con otro destino: coche alquilado, cinco españoles, C., Ph. y un chico alemán, que no conocíamos, que se vino a última hora (de hecho le dimos 10 segundos para pensarlo. Tardó 5, la soledad acelera este tipo de decisiones). La ida fue bastante divertida. Me llevé un disco de Ketama y estuve enseñando a la gente, anglosajones incluidos, a tocar palmas por bulerías. No lo logré. De nuevo. Pero descubrí que con C. puedo entenderme perfectamente a través de la música, siempre hay alguna canción que podemos cantar que tiene relación con lo que está pasando... y por ahora así somos felices. Cuando me habla, para y me mira como diciendo “no te enteras, ¿no?”, yo le miro como respondiendo “¿tú qué crees?”... y seguimos cantando divertidos. Como veis, una manera hipócrita, pero risueña, de revolcarme en mis propias miserias lingüísticas...
Tras unas cuantas palmas al son de “iun-dou!, iun-dou-trei!, cuatrou-cincou-sei, seiti-ouchou, nueve-ten!” llegamos a Phillip Island. Paramos en una especie de oficina de turismo que resultó ser una pequeña fábrica de chocolate (!!). Nos informaron de todo: dónde estaban los koalas, dónde estaban los pingüinos y, por supuesto, dónde estaban los baños, que era lo que habíamos preguntado. Salimos pitando a tomar algo, ya que a las 18 eran los pingüinos; fuimos a un pueblecito que había en plena playa y, bueno, nos pusieron el mejor “Fish & Chips” que he comido en mi vida... lo cual no tiene mucho mérito ya que era la segunda vez que lo hacía. Tal como le metí mano pensé que realmente deberían llamarlo “Oil & Fish & Chips”, pero me lo zumbé encantado, el turismo tiene estas cosas... [Bloc de notas: “la próxima más que vaya a Ph. Island llevar sal de frutas”].

Sobre las 14 llegamos al parque de los koalas, que no me acuerdo del nombre, pero seguro que no ando muy desencaminado si os digo que se llamaba “Phillips Island Koala Park”, porque aquí no se complican mucho la vida en estas cosas...
La verdad es que el día antes en el zoo había vista un par de koalas y me habían parecido monos... Pero cuando yo vi este bichillo salvaje, que os muestro en la foto, os diré que... directamente me moría de amor y quería quedarme allí amándolo por toda la eternidad. Siempre me parecieron un pelín estúpidas las niñas con fotos de koalas en la carpeta, pero ahora os digo: soy una más de vosotras, acogedme.
Estuvimos dando un paseo por el parque y vimos bastantes koalas, koalitas e incluso una araña saltarina pica-pica amarilla que casi mata de un susto a M., aunque según el guarda del lugar no era peligrosa. La araña digo... mi amiga sí lo es. “No os preocupéis, las peligrosas son las negras con punto blanco en el abdomen” nos decía riendo el señor, “gracias, nos quedamos más tranquilos”. Y huimos de allí.
Cuando íbamos hacia la playa de los pingüinos empezó a diluviar... así que hicimos tiempo en una bodega de degustación de vinos que nos encontramos de camino. Tomamos un poco de cada una de los doce o trece que tenía por allí (todos menos el conductor, mamá) y en diez minutos, no me preguntéis porqué, estábamos todos supercontentos de que lloviera, felices con aquel señor tan simpático que nos servía una tras otra: “Gran tierra de vinoz ésta, zeñor, (hip) ze lo dice un españoool... (hip) ¡Bésame, picarón!”. En fin, nos gastamos todo lo que llevábamos en botellas y partimos: el encuentro con los pingüinos era inminente...
aunque aburrido... para que os voy a engañar. Todo consistía en ir a ver, de lejos, una colonia de pingüinos, de las pocas que quedan en Australia, que al caer la noche salen del agua y se van a su nido todos en fila. El tema es que lo tienen montado como si fuera un campo de fútbol: con gradas, focos y un pequeño centro comercial con tazas, postales, camisetas e impermeables (esto sí lo agradecí porque caían chuzos de punta) con dibujos de pingüinos. Una pena, la verdad, porque por ahora todo lo que me he encontrado por aquí está perfectamente integrado con el medio... y esto me pareció, masificado y poco emocionante. Lo mejor fue verme sentado bajo la lluvia, rodeado de orientales con capucha, en una grada a la orilla de una playa australiana al lado de C., los dos con impermeable hortera y buscando una canción para comunicar nuestros respectivos sentimientos sobre el momento “pingüino”. La elegida fue: “qué alegre ilusión es ir con Mary!... qué bueno es ir con Mary a paseaaaaaar!”, él en inglés y yo en español... y oye mira, así profundizamos un poco más en nuestra amistad y menos en mi inglés. Después vimos a los pingüinos de cerca, porque el camino de vuelta al centro comercial va por medio de los nidos: “¡no les hagan fotos desde la grada que se estresan!”, nos decían. Pensarán que para un pingüino tener a mil japoneses con impermeable gritándole en pleno nido por el camino de vuelta debe ser chill-out del bueno...
No diréis que no dio de sí el fin de semana... Pues en la próxima entrega os haré un amplio resumen (¿un resumen puede ser amplio?) de mi viaje a Queensland: la tierra de los Bosques lluviosos y la Gran Barrera de Coral. Sólo os adelantaré que hablaré de aborígenes borrachos, karaokes inmundos, arañas gigantes y de Lola Gaos. Todo aquí: en culo-en-burra, el blog que sigue menos gente que a un puercoespín bailando la conga.
Desde el país donde “El Koala” tendría que cantar desde un parque nacional... (Alf, gracias por la aportada del CD) os ama y besa. J.

martes, 18 de septiembre de 2007

LA PRIMERA VISITA: WILSONS PROMONTORY (VICTORIA)

Si el sábado 8 hubierais abierto el Google Earth sobre las 7 de la mañana hora española y ampliado la punta más meridional de Australia, justo encima de Tasmania, probablemente me habríais visto sentado encima de un monte, frente a una playa de arena blanca y rodeado de arbustos, más feliz que Jack el destripador comiendo callos. Os hablo, amiguitos, de mi primera visita de fin de semana: Wilsons Promontory, una reserva natural a unos 240 km al sudeste de Melbourne, llena de bosques de eucaliptos y de marsupiales dispuestos a comérselos.
La idea partió de dos chicos de la residencia –K. y C., un alemán y un inglés, a los que no entiendo casi nada todavía–, y allá que nos fuimos, en una furgoneta alquilada, los susodichos y seis españoles más, todos muy ilusionados pero bostezando mucho ya que salimos un rato la noche anterior...
Paréntesis: la referida fiesta fue en una zona muy interesante, hacia el este de Melbourne, llena de locales con música en directo; había un sitio con la fachada de colores que se llamaba la “Casa Ibérica” (!!), que no sé aún qué es, porque estaba cerrado, pero ya lo exploraré. Estuvimos en una sala grande, muy diáfana y con un mini-escenario en el centro de la pista donde tocaba un grupo funki-rap-latino-tocoloquemeches.com. Sin duda lo mejor del conjunto era el batería, de una sensibilidad rítmica exquisita... con ganas me quedé de proponerle matrimonio, porque un batería así... ay madre!, qué daría yo por un batería así...!
Después de estar un buen rato bailoteando y observando el entorno llegué a varias conclusiones:
a) Me reafirmo: Melbourne es genial, amemos Melbourne.
b) Yo de mayor quiero tocar la batería como ese chaval, amemos a ese chaval.
c) Lo siento australianos: definitivamente las españolas son las mujeres más guapas y femeninas del mundo. En verdad os digo: amadlas.
d) Los "melbournianos" son muy amables pero no controlan bien la psicomotricidad gruesa cuando beben por la noche: si no me empujaron 30 veces (con su correspondiente “sorry”, eso sí) que venga y me muerda la sepia culona. Amemos la sepia culona.
Como seguiré investigando la noche antípoda, supongo que profundizaré en otra crónica, así que lo dejo hasta entonces.
Bien. Desayunamos en una especie de restaurante de carretera camino de Wilsons, que podríamos describir como un cruce entre una venta de Castilla la Mancha con moqueta, y sin perdices disecadas, y una sala de tragaperras de las Vegas. Como curiosidad os diré que en el baño había pegatinas con información sobre la ludopatía, ayuda que los cinco australianos risueños que estaban jugando desde las 9 de la mañana parecían no necesitar, a juzgar por la sonrisa que tenían, con su cervezón en una mano y su bolsa de monedas en la otra. En fin...
Sobre las 11 continuamos camino del parque con la ilusión de ver bichos de esos que hay por estas lindes que, aunque te pueden picar y dejarte seco en horas, mearte desde un árbol o patearte la cara en tres saltos, algunos tienen una pinta tan esponjosa y suave que, dado el caso, no te puedes enfadar con ellos, sólo quieres abrazarlos y regalarlos a tus amistades. “Ay possomcito, me has mordido con tanta ternura que... pelillos a la mar... abrázame que estoy muy solo...”, eso diríais todos... reconocerlo, blandos!. Y es normal, porque son seres entrañables y bastante sociables, como en breve os mostraré.
Tras un par de mis adorados mareos en el coche y la horrible visión de un wombat muerto en la carretera (animalito típico del que os hablaré más tarde) llegamos a “Wilsons Promontory”. La primera parada fue para fotografiar esto
que como veis tampoco es muy diferente a Cádiz, pero bueno... la fotografía digital es gratis y la juventud está muy aburrida.
En cambio en la segunda sí que empezamos a sentir intensamente que estábamos en Australia. El objetivo era una playa llamada “Squeaky beach”, a la que se accedía a través de un sendero abierto en un bello bosque de eucaliptos, ya secos por la arena y el viento de la costa. El pequeño bosquecillo me pareció un lugar de una belleza tétrica y distante difícil de apreciar con tanta luz... aunque debo reconocer públicamente que yo pensaba más en esquivar las arañas saltarinas pica-pica que en estas pamplinas... Por supuesto no he visto ninguna todavía porque no suelen habitar lugares frecuentados por homínidos... pero sigo mirando las sábanas antes de acostarme, por si la red-back acecha. Llegamos a la playa y la verdad es que era una preciosidad; muy parecida a las del norte de España, pero quizá con arena más blanca y suave, supongo que debido al coral. O no, tampoco me lo voy a inventar. Lo que sí es cierto es que cuando andas sobre ella con zapatos hace un ruido muy parecido al “scratching”, que habría hecho las delicias de mi amigo P. Ch. Estuvimos por allí un rato tonteando con la arena y paseando sin rumbo, me imagino que algo parecido a lo que todo el mundo hace cuando visita una playa australiana en invierno.

Volvimos por el bosquecillo de Tim Burton, ojo avizor a las “pica-pica”... y al coche, rumbo a la siguiente estación: Mt. Oberon Summit. Antes paramos a comer en un centro de información turística donde unos pájaros de colores intentaron convencerme amigablemente de que mi bocata era de ellos, uno incluso llegó a servirse su ración sin sonrojorse (o sí a juzgar por la foto).

Lo siento chicos alados: mientras siga pesando trescientas veces más que vosotros, el bocadillo es mío. Yo nunca se lo intentaría quitar a una Caterpillar: seguid el ejemplo.
Continuamos. Mt. Oberon Summit no es otra cosa que una cumbre bastante elevada con buenas vistas del parque, a la que se accede por un camino habilitado entre un bosque de eucaliptos impresionante donde hay posibilidad de ver koalas. Que no vimos.
Durante los 4 kilómetros de inevitable cuesta me dio tiempo a pensar en muchas cosas, pero había dos que me asaltaban constantemente. La primera era la impresión de haber pasado por allí mil veces. El frondoso bosque de eucaliptos y helechos era casi igual que cualquiera de los muchos que me he pateado en España: el mismo olor, el mismo sonido... Pero la nueva sensación, lo que de verdad me fascinaba, era que todos esos árboles procedían de ahí mismo, que eran autóctonos y silvestres. Algunos sabéis que el eucalipto y yo rara vez nos hemos llevado bien: nunca me ha terminado de gustar ni el paisaje ni el árbol en sí... quizá porque siempre lo he tenido por un extraño, o porque tiene mala fama –arde fácilmente, chupa todo el agua, etc.– o, simplemente, porque después de un genial domingo en el campo los veía alejarse tras el cristal del 127 de mis padres, indicando que el día siguiente había clase... (qué pasa, hay gente para todo, respetad mis traumas con los árboles, por favor). No lo sé. En todo caso, la cuestión es que mi concepción forestal (?) ha cambiado. Ya amo los eucaliptos. Y cuando vuelva a España y me patee otra vez los montes de la Coruña, por ejemplo, tendré una sensación parecida a la que tuve en Segovia después de estar en Roma, o en algunos barrios de Madrid después de ver París. Entender las cosas a través de su origen, gran filosofía... quizá Aristóteles fuera australiano...
...pero no, no lo era, al igual que no había ni un asqueroso koala y ni un miserable canguro en ese puñetero bosque cuesta arriba, que podía haber visto en Andalucía.
Este, queridos amigos, era el otro pensamiento que me venía con frecuencia.
Pero, sin duda, el esfuerzo mereció la pena cuando los árboles empezaron a desaparecer dejando paso a unas inmensas rocas que anunciaban la proximidad de la cumbre. Y qué cumbre.
No sé qué me emocionaba más si el paisaje, que era realmente bello, con un sol claro que hacía brillar la costa y el río que serpenteaba bajo nosotros, o pensar que estaba en la punta más austral de Australia, valga la redundancia, en un lugar donde después de la isla de Tasmania y el mar ya no hay más que hielo. Pensé mucho en vosotros; en lo que me gustaría compartir todo esto con cada uno... fue muy especial.. y pa' mí me lo quedo.
Después de contemplar aquello, y dar gracias por tener la oportunidad de hacerlo (a mi profe, al Ministro de Cultura y a los contribuyentes, principalmente), nos bajamos la cuesta con soltura. Los dos pensamientos recurrentes de la subida volvieron en la bajada: el primero a mi cabeza y el segundo a mis rodillas. Para evitar éste último, estuve canturreando y enseñando a las chicas a hacer el canto del búho con las manos. Búho, que al igual que el koala, no se hizo presente dejando en entredicho mis habilidades didácticas. Una vez más.
Tras la marcha hicimos varias fotos, algún estiramiento... y nos fuimos camino de vuelta hacia Melbourne. Pero el viaje no acababa aquí, la caída del sol nos tenía preparada una sorpresa: ¡wombats (ahora vivitos y coleando) y canguros!. Los primeros son unos seres realmente adorables, y como podéis ver en la fotografía son una mezcla entre oso y koala. Los gritos de ilusión que dimos cuando vimos el primero, en el mismo arcén de la carretera, fueron tales que me sorprende que el wombat no se hiciera el muerto, o vomitara al menos. Algo parecido pasó cuando, de nuevo en marcha y no lejos de la salida del parque, alguien exclamó “¡canguros!”, con la consecuente salida casi en marcha de la furgoneta, como la aerotransportada. Los primeros tres que vimos estaban medio escondidos en unos arbustos; después, en un campo abierto, descubrimos otros dos más, un wombat, y dos conejos (a los que no hicimos el más mínimo caso, pobrecitos, son tan normales...). Estos ya los disfrutamos con serenidad y madurez, igual que los tres o cuatro wallabíes, canguritos pequeños muy monos, que casi atropellamos por el camino.

En la vuelta, irremediablemente, me quedé dormido. Pero antes tuve un breve momento de lucidez para contemplar el cielo del hemisferio sur, con decenas de constelaciones que no había visto jamás y de las que no sé absolutamente nada. Ya tengo ganas de dedicarle un rato a disfrutar esto, a ver si la semana que viene en la Gran Barrera tengo la oportunidad... Pero antes sufriréis una cuarta entrega sobre el ya asentamiento en Melbourne, donde os hablaré de la cotidianeidad en la residencia, de una fiesta muy curiosa a la que asistí este viernes pasado, de mi visita al Zoo y de la segunda salida de fin de semana (de la que volví antesdeayer 16): Phillip Island, la isla de los pingüinos y de los koalas... ¿los habré visto esta vez?. Todo aquí: en “Culo en burra”!, el blog más famoso del cono sur!, tanto que en Victoria ya han fundado una localidad con su nombre

Desde el país donde atropellar un marsupial es tan fácil como proponérselo, os ama y besa. J.

viernes, 14 de septiembre de 2007

LA ADAPTACIÓN. MELBOURNE (I)

En el arco de entrada al campus universitario de Melbourne hay un gran cartel azul que dice “The Evolution stars here”. Señoras, señores: cuánta razón. Y no lo digo sólo por la universidad que comienza justo pasado ese punto. Lo digo también por el mismísimo suelo en que se asientan los cimientos de esa puerta, el suelo de Melbourne.

Si yo fuera una ciudad europea y me preguntaran qué quiero ser de mayor contestaría sin dudarlo: “yo quiero ser Melbourne”. Cuando hace dos años fui a ver a “Depeche Mode” con mi hermano J., salí del Palacio de los Deportes con la mágica impresión de haber contemplado un fragmento del futuro. Creí haber estado durante dos horas en presencia de cinco señores capaces de transformar el presente en lo venidero, a través de sonidos pasados y nuevos. Esa es la sensación que he tenido desde que llegué a Melbourne.

Porque Melbourne, al menos para mí, podría ser la perfecta tendencia de Occidente.
En esta ciudad conviven felizmente los rascacielos con barrios kilométricos de casas de dos plantas, las bicis con los coches y los carros de caballos, los tranvías con los peatones (si Gaudí hubiera sido de aquí seguiría hoy entre nosotros; aunque ya tendría 154 años el mocico...).
Cuando paseas por el centro (la “city”) tan pronto tienes la sensación de estar en medio de “Blade Runner” como crees que te encuentras en la Inglaterra más victoriana.

Podríais decir que eso también pasa en Londres. Pues no, yo creo que no pasa en Londres. Es algo mucho más fresco, más nuevo, menos enquistado por el devenir de los siglos pero respetando con admiración cada una de las huellas del corto pasado que tienen.

El día después de llegar, y con el jet-lag dándome patadas en la casquería, mis niñas españolas me llevaron de paseo por la city, algo rápido porque habíamos quedado con mi profesor para hacer una barbacoa en su casa (aquí los catedráticos sí que saben dar la bienvenida). Estuvimos solamente por la calle principal, Swanston St., y bueno... los cinco párrafos que acabáis de leer se hicieron sitio de inmediato en el espacio que iba dejando el desplome de toda mi orgullosa y apolillada mentalidad europea.

Un ejemplo. En esta misma calle se encuentra la Biblioteca central del Estado de Victoria, el equivalente a la Biblioteca de la Comunidad de Madrid o la Nacional de Cataluña. Pues bien, desde que entramos hasta que salimos nadie nos pidió la más mínima identificación; era domingo y había muchísima gente sentada en los salones charlando, leyendo, navegando por el WIFI gratuito... Todo amabilidad y libertad (controlada, tampoco esto es Sodoma), infinidad de libros de libre acceso, espacios para trabajar en grupo o para hacerlo en silencio... Y ahora viene lo bueno. Preguntamos por la sala general, que es el lugar más antiguo y respetable de la “State Library”, y... ¿sabéis cuál fue la primera imagen que vi nada más entrar?... Unos padres leyendo y comentando los libros felizmente sobre una mesa... con sus dos niños jugueteando por allí... y el mayor correteando vestido de Superman!. Genial. Imaginad esa misma situación en cualquier biblioteca española. ¿Ya?, ¿a que no?. Pues a eso me refiero. Melbourne es el futuro.
Con este agridulce pensamiento me fui con mi nueva compañera de fatigas musicales, M., a la casa de mi profesor y ya amigo J. G. y su encantadora mujer B. La sensación fue simplemente maravillosa. Estar con el reloj biológico medio día adelantado, literalmente en la otra punta del mundo, más perdido que Händel en el FIB, en casa de gente que no había visto en mi vida... y sentirme tan querido... como si acabara de llegar el hijo prodigo del destierro... ay, esto no tiene precio. Gracias, gracias... Cuando vengáis a mi tierra os voy a poner finos.
Respecto a la barbacoa os diré que esta gente sabe lo que se traen entre manos (algo normal en un país donde la mayoría tiene en su casa un espacio donde comer al aire libre y hay anafes públicos en los parques para los fines de semana): material de primera, parrilla circular y madera de eucalipto... en fin, la felicidad se hizo carne ante nosotros.
De este primer día nada más que decir salvo que, aunque había dormido bien y a mi hora la noche antes, me dio un bajón por la tarde que pensé que la Parca venía a por mí vestida de twini con guadaña... algo así...
Pero no, al parecer ese es el punto de inflexión del jet lag... y a la mañana siguiente estaba en marcha. Ya empezaba a jugar en casa.
Toda esta semana la he pasado adaptándome al horario australiano: desayuno a las 7-8, biblioteca, lunch a la 13, biblioteca, cena a las 18-19, 20-23 entretenimientos variados, 23.30 a la cama. Y la verdad es que muy bien, realmente es un horario muy sano y sobre todo natural: te levantas con los pájaros, comes con las vacas, cenas con los possom, vas al baño con las ranas, y a la cama... con quien te deje, como en todas partes. Voy a volver a España como un reloj... que inevitablemente empezará a retrasarse nada más pisar Ceuta. Qué le vamos a hacer, así “semos”!... nunca seremos una primera potencia europea. Pero oye: pa’qué!... La residencia en la que estoy es una monada. Hay dos zonas: la “Old house”, que son unos edificios de época colonial muy bonitos, con las estancias comunes, biblioteca, televisión, ping-pong... y la “New house”, que es donde estoy yo, construida hace poco en medio de las dos alas antiguas y que parece un hotel de cuatro estrellas.

A parte del mobiliario moderno no hay mucha diferencia con la “Old house”, bueno sí, que no tiene grietas, ni manchas de humedad, ni cuartos de baños comunes... (cara de sarcasmo, sonrisa maliciosa...). Resumiendo: que he elegido bien y estoy en la gloria... y mis compañeras españolas, que están en “Old house”, simplemente, me envidian y odian (continúa sonrisa maliciosa). No os enfadéis, chicas, (voz de Constantino Romero) ya sabéis que mi cuarto con “mega-ducha-privada” y yo siempre estaremos abiertos a vuestras propuestas... (je!, fin de la voz. Os quiero).
También os cuento que en este país, a parte del idioma, el sistema burocrático y el estilo victoriano, hay una cosa que constantemente te recuerda que Australia fue una colonia anglosajona: la pasión por las moquetas. Todo está enmoquetado, casi puedes ir sin zapatillas desde el aeropuerto a cualquier zona del continente, incluido el desierto. Había un proyecto del Gobierno Federal de enmoquetar a los aborígenes, pero estos han protestado porque al parecer la moqueta pica por dentro.
Para ir concluyendo la crónica de esta primera semana os hablaré un poco más de la universidad, mi hábitat natural aquí y reflejo -o viceversa- de la imagen de Melbourne que quiero transmitiros.
Representa por un lado un espíritu puramente colonial del XIX: hacer en el cono sur un Oxford o un Cambridge, con sus claustros neogóticos, capillas típicas de la campiña inglesa y colegios mayores de pelirrojos con chaqueta y corbata. Por otro está el estilo Australiano: una gran burocracia pero que fluye con amabilidad (ya os dije que todo aquí es así), muchísimo dinero privado (supongo que el único fallo), un alumnado muy cosmopolita (sobre todo oriental), y unos medios materiales e informáticos que en España todavía ni soñamos. Por ejemplo, os diré que la biblioteca central del campus es un edificio inmenso con millones de libros de acceso directo y consulta libre para todos. Sólo la sección de música tiene más bibliografía de música española que algunas de nuestras facultades de musicología (!!). Empiezo a pensar que esta gente se diferencia de nosotros, principalmente, en que la mayoría cree en las cosas, quieren conocerlas y se emocionan con ellas; tienen todo preparado y a punto con la ilusión de que alguien vendrá y le dará uso. Y esta misma filosofía la aplican lo mismo a las bibliotecas que a los baños públicos, tanto autoridades como usuarios... Si consiguiéramos crear una sociedad donde conviviera todo esto con nuestro pasado y nuestras inmensa cultura, vida y tradición mediterráneas... el día del juicio final... nos iríamos igualmente todos a la porra... pero con la cabeza bien alta.
Pero claro: imaginad por un momento que en la puerta de entrada de Ciudad universitaria el rector pone un gran arco con un cartel que diga “La Evolución empieza aquí”... ¿Escucháis las risas?, ¿hacemos apuestas a ver cuánto duraría el cartel intacto?... En Melbourne las pintadas reivindicativas existen, pero se hacen con tizas de colores... Quizá el avance de la sociedad comience logrando que escribamos en las paredes de los demás con tizas rosas y azules, y no con un spray que emborrona cualquier buena intención...
Poco más. Que os echo de menos (aunque podré aguantar unos meses), que mi inglés aún es baratísimo y estoy muy frustrado, que todavía no he tenido ocasión de ver la cruz del sur en condiciones y... que me ha cambiado la concepción del mundo. De pronto todo me parece más pequeño y más grande a la vez, pero ya os machacaré con eso y con otra reflexivo-aburrida entrega sobre Melbourne. Mas no desesperéis: la siguiente entrega será una jovial y divertida crónica sobre mi primera visita a los alrededores: el parque natural "Wilsons Promontory".
Mil gracias a todos por leerme y escribirme esta semana...
Desde el lugar donde los ciervos no tienen cuernos y saltan a dos patas con los cervatillos en una bolsa... os ama y besa. J.

miércoles, 5 de septiembre de 2007

EL VIAJE

Señoras, señores: ya estoy aquí.
He necesitado 70 horas de viaje, incluyendo el retraso de un barco y dos aviones, la pérdida de un tren, ocho horas de transbordos, cuatro controles policiales en cuatro países y tres continentes... pero ya estoy aquí. Y ha merecido la pena. Os cuento.
La primera etapa, Ceuta-Madrid, parecía lo más fácil: barco, tren, dos películas y... plum! Atocha!. Pues no, pequeños. Nuestras amadas compañías de transporte marítimo del Estrecho, una vez más, se confabularon para convertir este amable trayecto en un pequeño infierno: retraso de dos horas sin ningún tipo de explicación ni disculpa, malos gestos con los viajeros... y la inevitable pérdida del Altaria de las 16.40. Menos mal que durante las casi tres horas que estuve dentro del Ferry me pude consolar con el enriquecedor ambiente multicultural tan propio de nuestras costas en esta época del año y con la delicada presencia de las azafatas de la tripulación de Balearia. Gracias chicas: aquel “¡er barco no ha salio toavía porque va con retrazo!”, acompañado de esa comprensiva mirada de quinqui algecireña, fue muy tranquilizador.
Pasé la noche en Ronda con mi hermano C., y la verdad es que fue un lujo: paseo, charla y una cena magnífica con un amigo suyo en un restaurante sublime donde conocí a las dos camareras rondeñas con más arte de toda la serranía. Gracias precioso, me hiciste sentir tan a gusto que me alegré del retraso del barco. Mua.
Al día siguiente tren para Madrid (éste sí lo cogí) y comida con mi hermano P. en un restaurante gallego (creo). En otros tiempos hubiera pedido pote, carne y pastel, pero como estoy madurando, y ante tamaño viaje por delante, tomé una revitalizadora ensalada, una ligera lubina a la espalda y un trozo de fresca piña (las siguientes 48 horas sin un baño decente a mano agradecieron risueñas esta decisión, os lo recomiendo). P. en su línea: sonriente, solícito y cariñoso, me recogió, me subió y me bajó sin rechistar y, como siempre, me despidió con un beso. Gracias guapo, haces que Madrid sea más fácil. Mua.
Dejé el equipaje en casa de Alf., lugar donde están momentáneamente todas mis cosas de Madrid hasta que tenga nueva casa. Allí me esperaba M., su madre, una santa mujer que soporta estoicamente vivir con todas mis cajas de libros, ropas e instrumentos acumuladas en su pasillo y en vez de odiarme, o desear mi desaparición, se desvive por atenderme una y otra vez. No tengo palabras. Gracias guapa. Mua. Alf., hermano, mua.
El resto del Jueves 30 estuve paseando por Gran Vía e intentando no dormirme. Por consejo de An. compré un guía de conversación en Inglés y elegí la de Lonely Planet; es genial, sobre todo la parte que contiene frases útiles para “el arte de seducir”, que van desde el “No debes venir mucho por aquí porque me habría fijado en ti antes” al “No te preocupes que ya lo hago yo”, pasando por el “creo que deberíamos parar”.
Por la noche cena con mis amados N., M., C. y Alf... (¿dónde estabas M.G?) y vuelta a casa de éste. Sólo pude dormir media hora, pero me dio la vida.
Desde que salí de casa de Alf con los macutos, a las 4 de la mañana del viernes, hasta que pisé suelo Australiano, a las 10 de la noche del sábado hora de Melbourne, pasaron 34 horas. Lo que peor llevé fue la espera de cuatro horas en Londres dando cabezadas entre miles de personas comprando corbatas y chocolate de manera compulsiva. En cambio la de dos horas en la T4 de Barajas fue, como siempre, especial: recordando el día que la visité por primera vez con un casco y unas botas... muchos recuerdos, muchas sensaciones. Es tan bonita... los controles de policía y pasaportes, tan exquisitos...
Aquí fue el momento de calzarme mis chanclas y mis calcetines (gracias tito P. por el consejo)... me sentía como un guiri...¿pero acaso no lo era?...
Vuelta a Heathrow. A las 11 am, al fin, anunciaron cuál era la puerta de embarque del vuelo QA030 Londres-Hong Kong-Melbourne de la compañía Quantas. Allí me esperaba un flamante Boeing 747-400 con un canguro monísimo pintado en la cola. Por dentro no me decepcionó, aunque esperaba más espacio entre asiento y asiento, estrechez incómoda compensada, supongo, por la pantallita con películas, discos y videojuegos que te colocan en la cabecera del asiento de enfrente y las tres comidas que te sirven en cada uno de los dos vuelos. Otra cosa que me encantó fue la imagen corporativa de las espléndidas, y aquí no hay ironía, azafatas: rubias, de metro ochenta, con el pelo recogido y unos trajes marrones con motivos aborígenes que te hace amar Australia nada más pisar el avión.
La comida bien, el servicio excelente, el asiento estrecho y los chinos curiosos. Digo esto porque el primero de los vuelos, que hace escala en Hong Kong (Ppssss... Gong de fondo) iba, como era de esperar, lleno de chinos. Los que iban a mi lado izquierdo estaban muertos de risa leyendo una especie de tebeo en letras chinas, digo yo. Los que iban a mi derecha no paraban de mirarme, sonreírme y hacerme reverencias. Supongo que, como voy rapado y he engordado este verano, verían en mí al buda reencarnado que su hijo nunca fue. He de decir que en el avión había un olor a pollo hervido con especias por mí desconocidas, catalizado sin duda por la fisiología corporal de gran parte de los que allí estaban, que me hizo desagradable parte del trayecto y decidí que si China olía así no me verían por allí a menudo.
El vuelo fue largo pero tranquilo. A las 14, hora española, apagaron las luces y nos mandaron a dormir, algo lógico teniendo en cuenta que en Australia ya eran las 22. A mí realmente no me ayudó a echar una cabezada pero... así oscurito, en un 747, con música Chill Out en los cascos y sobrevolando Asia... pues mira, no se estaba tan mal...
La llegada a Hong Kong fue el segundo momento duro. Primero porque eran las 8 de la mañana y mi horario interno me decía que eran las 2 de la madrugada, y segundo, porque me perdí por el aeropuerto. No me preguntéis cómo pero me salí de la fila y me fui a una planta distinta. Le pregunté a una chica en mi magnífico inglés de Colegio San Agustín y con los nervios terminé hablándole en una especie de inglés-italiano-español, muy divertido para contar chistes en las fiestas pero por supuesto ininteligible para un anglosajón de bien. Menos mal que ella era Australiana, sinónimo de simpatía y educación, y me dijo “follow me”. "Ou yeah, baby!", dije, y me dejó sonriente en mi puerta de embarque. Al rato J. R. me mandó un sms diciéndome que estaban de juerga en el Fali y que me querían (yo más) lo cual, teniendo en cuenta que en Hong Kong eran las 9.30 am, dejó mi jet lag en carne viva definitivamente.
Resumiendo: ya puedo decir que he estado en Hong-Kong, pero entre nosotros os diré qué sólo he visto ese trozo de monte verde
De H. K. a Melbourne fue lo mismo pero sin olor a pollo chungo. El avión salió con dos horas de retraso, nos explicaron el motivo unas diez veces, que por supuesto no entendí aunque creo que era algo del motor, y pidieron disculpas otras quince (igualito que en Balearia). Devoré todo lo que me pusieron salvo una manzana que me guardé para llevarla en la mochila y comérmela en la habitación de la residencia cuando llegara (ya os digo que estoy madurando).
Pisamos tierra a las 22 hora de Melbourne. Ningún problema en la aduana. Ningún problema con el macuto. En Australia, básicamente, no hay ningún problema, todo fluye con una amabilidad muy especial.
Y, como no, anécdota: cuando estaba esperando la maleta en el aeropuerto había una señora con un perro detector de drogas olisqueándonos. Al chucho, que era muy divertido porque tenía un rollo entre salchicha y podenco, le dio por la maleta de un señor. Vino la policía y lo registraron allí mismo y... ¿sabéis lo que le encontraron?... la manzana que nos habían dado en el avión!, otro que había tenido la misma idea que yo!. “¿Usted no sabe que está prohibido introducir frutas en Australia, señor?”... “Pues, no”... “Son 200$ de multa, señor”... “Pues, sí”... Imaginad el cuerpo que se me puso cuando me di cuenta de que el siguiente objetivo del perro mamón era la manzana que yo llevaba en la maleta de mi portátil... Qué vergüenza: toda mi vida negándome a pasar nada ilegal por una aduana y ahora me iban a poner la cara colorada por una manzana asquerosa... Pero de pronto... tuve una iluminación: sí... sí!, me había olvidado la manzana en el avión!...bendita mala memoria mía!... yujuuu! de algo habían servido los golpes que me di de chico. Desde Newton nunca una manzana había dado tantas satisfacciones.
Por cierto, una reflexión para las autoridades australianas: las personas que sí se habían comido la manzana en el avión... ¿pueden considerarse “culeros” de tráfico de manzanas?... ahí dejo el debate.
Pasé dos controles de inmigración más y por fin a las 22.40 estaba fuera del aeropuerto. Cogí un taxi: “Please, take me to 220 Leicester St, Carlton”. El conductor era, como todos los Australianos, simpatiquísimo. “Welcome, welcome to Melbourne”, me repetía medio cantando, el genial señor. Tuve un momento muy divertido; de pronto se vuelve y me dice “Two hundred Twini??”, “ehn?”, dije yo. “Two hundred Twini??”, insistió. “Twini??”, ¿qué es eso?. No me preguntéis por qué pero me vino a la cabeza un muñeco con forma de pájaro y cresta roja... el famoso “Twini” australiano, que hace las delicias de grandes y pequeños y que se come las manzanas que tiran en los aeropuertos. “Two hundred twinis?”, doscientos twinis??, ¿dónde?... ¿tantas manzanas tiran en los aeropuertos que hay superpoblación de Twinis en Melbourne?. A los treinta segundos descubrí que me estaba preguntando por el número de la calle adonde íbamos... que los australianos en vez de “twenty” dicen “twini”. Empezamos bien con el inglés. Este ejemplo no es más que una pequeña muestra de cómo va mi listening. Qué decepción: yo quería comprar twinis de peluche para llevaros...
Llegué a la residencia a las 23 horas. Me recibió un conserje muy amable, que me instaló y enseñó todo el edificio, que por cierto es muy bonito, con una parte construida en época colonial. Ya os hablaré de él. Del edificio, digo.
En fin. Pronto tendréis una próxima entrega. Con los mejores momentos de los primeros días, las reflexiones más audaces que se hayan hecho sobre el mundo anglosajón y mis primeras impresiones sobre Melbourne y sus gentes.
Como adelanto os diré que estoy muy contento, que esto es una pasada, que en la residencia hay una colonia de cinco o seis españoles estupendos que me estaban esperando y que están haciendo mi estancia muy agradable (gracias guapas). Ah!...y que en los árboles de enfrente de la residencia hay sueltos una especie de bichos, entre ardilla y mapache, de un metro que se llaman “possom” (creo) y que son casi tan graciosos como los Twinis... Sin duda, esto promete. Os ama, y besa, J.